Fotografía documental.

Tres fotos muy personales como excusa para hablar de lo documental

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Tres fotos muy personales como excusa para hablar de lo documental. Por Nelson González Leal.

No voy a discutir en este momento lo que es o no es la fotografía documental, lo que puede o no calificarse como foto callejera, o la categorización que prefiero manejar, por parecerme más ajustada a la propia dinámica de esta práctica fotográfica. Para ustedes que me leen, voy a traer un documento visual que me ha impactado de manera especial por el contenido que registra, por el momento que atrapa y muestra, y por lo que aquello que sucede en ese momento y logramos observar gracias a este registro significa en el campo de lo emocional y de lo estético.

Antes, sin embargo, creo pertinente indicar que lo estético desata siempre un impulso emocional (así resulta en mi caso) y que ello implica una vinculación doble con la obra observada: un primer nexo emotivo, de choque, que mueve fibras dentro del espacio de la subjetividad, y luego una inmediata búsqueda de asidero en los aspectos objetivos que componen la construcción estética, en las razones e incluso en la técnica.

Cuando de fotografía se trata, puede uno preguntarse de inmediato por la escogencia entre blanco y negro o color para resolver un determinado registro, por ejemplo. O por qué la solución mediante la ausencia de nitidez absoluta, incluso en el punto de interés visual, y la presencia de grano en la imagen, o por la selección de un determinado encuadre.

En este caso, en el de la fotografía que me ocupa (o fotografías, porque en realidad es más de una) puede decirse que tengo una cierta ventaja: conozco al autor y estoy en contacto con él. Él mismo me ha enviado sus fotos, que son producto de un trabajo en proceso, de una especie de experimentación o práctica que realiza con un formato que para él es nuevo, y que –entiendo– lo entusiasma. Y tengo una deuda, pues las imágenes llegaron a mi correo electrónico en octubre de 2019 y solo hasta ahora me dispongo a decir algo sobre éstas. Y a decir algo sobre éstas sin haberle hecho alguna pregunta a su autor, sin haber usado esa “ventaja” que digo tener, porque he decidido hablar desde la contemplación.

Imágenes para contemplar

¿Y por qué he decidido hablar desde la contemplación de la imagen? Porque es ésta quien me habla en primera instancia, es el documento que se me presenta para in-formarme desde lo visual, y porque el impacto inicial al verla ha sido de serena sorpresa. Me ha resultado imposible desprenderme de la mirada que viene hacia mi desde la primera fotografía y de la sonrisa que la acompaña. Me ha involucrado en un acto de intimidad. Me ha hecho sentir bien recibido por la imagen; como si esta fuese un portal hacia una dimensión que promete una vida tranquila, llena de gestos afectuosos y de climas ligeramente cálidos. La imagen se convierte así en el documento de una promesa. Es decir, trasciende su condición de índice probatorio. Y lo hace merced a su calidad estética y a su composición. La imagen es cálida, acogedora, porque ella es el gesto que indica, que documenta. Tiene tanta fuerza expresiva, con tal grado de serenidad, que se transmuta en su propia expresión y germina en un acto de placidez.

No sé qué significará para el fotógrafo –ya he dicho que no le he consultado–, es probable que algo muy diferente a lo que significa para mí, pero lo cierto es que una respuesta así frente a una cámara no puede darse si no existe aplomo del lado que apunta y aprieta el obturador. La imagen, por lo general, responde en su gestación al contracampo. En la gestación del campo de lo captado incide la condición del campo de quien lo capta (en esto estoy de acuerdo con Win Wenders). Y luego terminará de darle fuerza – o de restársela – las decisiones que se tomen en la edición. Por lo tanto, la mirada que me llega desde la imagen es asumible como la propia mirada del fotógrafo, como el espacio que el propio fotógrafo ha buscado crear desde su particular mirada. Y yo agradezco que me lo haya ofrecido.

Hay otras dos imágenes igual de profundas, de serenas, de transmutadas. Otras dos fotografías que rebasan el índice y se convierten en portales que invitan, o estimulan, la contemplación. En una vemos a otra pareja que camina tomada de la mano – en la primera también se trata de una pareja, pero en este caso se abrazan. El hombre está de espaldas a la cámara y la mujer que lo envuelve con sus brazos en un gesto amoroso y protector mira a la cámara por encima del hombro de su compañero y sonríe. Se muestra complacida y parece extender su aura protectora a aquél que la retrata y desde éste a quien eventualmente observará aquella imagen –. En la segunda, la de la pareja que camina tomada de la mano, no hay mirada frontal, aunque avanzan de frente a la cámara (o el fotógrafo se ha colocado frente a su avance). Ambos miran a un lado, con un gesto que mezcla sorpresa y desconcierto. Son una pareja de adultos mayores. El hombre lleva una cámara colgada al cuello y una camisa estampada con la bandera estadounidense (las imágenes son tomadas en Memphis, supongo, donde vive el fotógrafo). Se aprecia cierto gesto protector en la forma cómo toma la mano de su compañera y todo el campo de la imagen está envuelto por la misma calidez y serenidad que contemplamos en el de la primera, en el de la pareja que se abraza.

Las dos imágenes guardan la misma estética, casi similar construcción compositiva y, sin duda, la misma carga emocional: el fotógrafo descubre pequeños momentos de intimidad serena en medio del caos público (Hacia el fondo de cada una de las imágenes se detecta movimiento, presencia de personas y de vehículos, calles transitadas, probablemente sea un downtown). Y a partir de la primera imagen se irradia una potencia expresiva sobre las otras dos. Va desde esa mirada complacida y algo cómplice hasta la concentrada actitud que observamos en la tercera imagen. Abstraída sobre la acción que realiza la persona retratada: observa su teléfono móvil. Y esto la obliga a desatender al fotógrafo, a aquel Otro que busca fotografiarlo, convertirlo en índice de la realidad que descubre. Y por ello no se establece una complicidad directa.

Atención a lo que he escrito: no se establece complicidad directa. En efecto, no existe un nexo evidente entre campo y contracampo, no hay una mirada que revele complacencia alguna con la idea de formar parte de un registro documental ajeno – ningún fotografiado en un acto de captura callejera tiene la seguridad del destino final de su imagen. Y he aquí una característica y al mismo tiempo un diferenciador de este tipo de fotografías –. Pero sí hay algo que el fotógrafo supo captar para incorporarlo en el contenido emocional de su captura: existe connivencia de las personas con el entorno. No hay una que parezca alterada, incómoda, fuera de lugar, alerta o desagradada. Y creo que esto le permite al fotógrafo aproximarse sin causar disturbio. En la tercera imagen, del todo frontal, si el hombre que camina atendiendo su teléfono levanta la vista, se topará con la cámara fotográfica en pleno rostro. Esta es, para seguir y agregar la lectura que ahora hago de Pascal Quignard en su libro La imagen que nos falta, justo la imagen ausente de esta imagen, la que está por venir, la que late a la vuelta del borde del encuadre, y una de las claves para entender la potencia que impulsa a la contemplación de estas fotografías.

Desde aquí podemos asimilar otro de los valores propios de estos registros, que se vinculan a su estética y a su técnica y que hacen de cada uno de ellos mucho más que simples fotografías callejeras: no son imágenes ilustrativas, trascienden la mera condición de índice, no es un registro de acción, van más allá. Como escribe Quignard, figuran al momento que preceden.

Todas figuran ese momento: lo que vendrá luego del abrazo protector, lo que encontrará la pareja que camina tomada de la mano en el lugar hacia donde miran, aquello con lo que tropezará el hombre que avanza abstraído sobre su móvil. Y esto hace que todas tengan un aire clásico, que recuerden otras elaboraciones imagéticas, antiguas, de referencia. ¿Acaso no remite la segunda fotografía comentada a los trabajos de The Americans, de Robert Frank? ¿Y acaso esto no las perfila ya dentro de un género – si es que esto fuera necesario para no entrar aquí en la discusión sobre categorías? –.

Renier Otto, el autor de estas imágenes, experimenta una aproximación desde un formato diferente y además retorna a lo argéntico. Su tránsito por estas calles lo hace en 120 mm y con película Ilford. El registro va en clave media con amplia gama de grises, y con ello otorga ese aire delicado a la escena (mucho se me asemeja también a algunos registros de Larry Towell, como Family Albumque por ser poéticos resultan también figuraciones de precedencias, portales hacia la posibilidad de lo latente, hacia el asombro) y además debe resolver el gran tema del encuadre, de lo que debe dejar dentro y fuera del campo de la imagen, en un espacio donde resulta de mucho mayor complejidad aplicar las reglas básicas de la composición visual. Y lo hace de manera eficiente. Nada que agregar de la técnica. Es la que es y resulta efectiva. La fortaleza de las imágenes está en la solución estética compositiva, en la escogencia de los momentos y en la forma en que los encara y resuelve el fotógrafo.

Diría que tenemos aquí un ejercicio eficaz sobre un registro documental de calle que es toda una promesa de futuras maravillas y que me coloca –para seguir con Quignard– ante la necesidad de “ver lo que falta”, o lo que es igual, ante un sueño (que agradezco).

Lo documental: aquello que (nos) falta

Y aunque aseguré que no iba a argumentar aquí sobre los conceptos o criterios que definen a la fotografía documental o la diferencian de otros géneros, lo cierto es que las imágenes que ahora comento de Renier Otto sirven como ejemplo y excusa para adentrarse en este tema, pues son el resultado de una indagación que en el campo de lo colectivo busca y encuentra manifestaciones íntimas con significativa carga social.

Volvamos a las dos primeras imágenes de Otto, por ejemplo: vemos la interpretación que el fotógrafo hace de las formas del amor en la calle y en parejas adultas. Éstas se relacionan al acto de resguardo, de protección, ante lo que puede significar el caos/riesgo de lo social. Es lo fotográfico a la búsqueda de algo que –aparentemente– no está allí, o que está en latencia. Es la imagen particular que el fotógrafo construye mediante su documentación. Puede hablarse del camino y del acecho en cuanto, como ya escribí para remitirme a Quignard, en cada imagen existe una ausencia y ésta nos hace desear con gran expectativa lo que no está, para cerrar el ciclo de nuestra contemplación.

Documentar es esto, de manera inherente: el cierre de un ciclo de observación, a través de la construcción interpretativa de lo latente, de las ausencias. Si no ¿para qué sirve en verdad el documento? Y allí una diferencia con el trabajo fotoperiodístico: sus imágenes están obligadas a ser índice de lo real, bajo el imperio de lo objetivo se constituyen en un mecanismo para ofrecer evidencias de lo presente. También son un documento, pero deben serlo de forma cruda, pues su objetivo es legitimar lo “verdadero”. En otras palabras, las imágenes fotoperiodísticas son nuestro salvoconducto a la legitimación de la verdad, mientras que las imágenes generadas desde el ensayo documental resultan más bien en una especie de portal a las diversas posibilidades de lo que interpretamos como real, sin estar seguros de que lo sea porque siempre partirá de la mirada de un sujeto que busca mostrarnos “aquello que (nos) falta”.

Conoce más sobre Nelson González Leal, maestro en School of Photography and Visual Media.

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