Peste Una visión muy acertada y pertinente para este momento, sobre la película La peste en Florencia (Die Pest in Florenz, Otto Rippert, 1919) de la pluma de Mario González Suárez
El encanto que la fotografía en blanco y negro tiene sobre la de color se origina en que revela un mundo mucho más cercano al de la forma ideal de las cosas. En la famosa cueva surgió por primera vez la idea del cine. El mundo que vemos es una sola película que se proyecta simultáneamente a todos lo espectadores que habitan el planeta. ¿Quién la filma y quién la proyecta? es un tema que vamos a dejar para otro día.
Al principio el cine era mudo, independientemente de las limitaciones tecnológicas de ese tiempo, porque no acababa de dejarlo ir su madre biológica la fotografía. Hacer películas debería incluirse entre los trabajos de Hércules. No es lo mismo fotógrafo que cineasta. Entre Nadar y Fritz Lang descendieron los demiurgos. Nadar cree tanto en el mundo fotografiable de la materia que no pierde la fe abordo de un globo aerostático. Fritz logró enganchar el alma romántica al tren del cine. Su adaptación de “La máscara de la muerte roja” (Edgar Allan Poe, 1842) abreva del mito bíblico de Sodoma y Gomorra y coloca la acción en la Florencia medioeval (1348), durante la peste de la que también surgió el Decamerón (Giovanni Boccaccio, 1353).
En La peste en Florencia (Die Pest in Florenz, Otto Rippert, 1919) Julia es una cortesana venida de Venecia que en cuanto entra en la ciudad gobernada por los ancianos, arroba a su soberano y a su heredero. Sin proponérselo, se atreve a interrumpir la procesión de Notre Dame y despierta la ojeriza del Cardenal. Éste reconoce ante sus esbirros que la subyugante belleza de esa mujer puede convertirse en rival para la Iglesia. En una rápida retrospectiva podemos ver que Julia es la abeja reina en la que Fritz Lang depositó los huevecillos para que en las envilecidas urbes capitalistas nacieran personajes como Kitty March (Scarlet Street, 1945), quintaescencia de la femme fatale.
Cesare, el potentado de Florencia y aliado de los ancianos, no se demora en acudir embozadamente al palacio de Julia. Cuando el sexo se mezcla con el poder se convierte en lujuria, pues Cesare le exige a Julia que satisfaga sus deseos a cambio de ser la soberana sin corona de Florencia. Justo cuando empieza a forcejear con ella aparece Lorenzo, su apuesto hijo, que lo echa del palacio y Julia le abre los brazos.
El Cardenal envía a un fraile judicial a interrogar a Julia acerca de su fe. El dios en el que creo es el Amor, proclama ella, y enseguida el judas la acusa ante los ancianos. Mandan una milicia a prenderla, y al instante el fervor popular por ella organiza su rescate y asaltan el palacio de Cesare, que había advertido a Julia que si osaba desdeñar su amor se ganaría su odio. En la refriega se encuentran frente a frente Lorenzo y Cesare, y el hijo mata al padre. Una vez que Julia y Lorenzo han vencido a los ancianos se entregan a una fiesta sin cuartel.
Julia había arribado a Florencia como una peste para acabar con sus decadentes gobernantes. Le abre los jardines de su palacio a todos los estamentos sociales, quiere que hasta el más pobre pueda sentirse contento. Cuando ya Lorenzo es el señor de Florencia los ancianos deciden abandonar la ciudad, como Lot dejó Sodoma. Uno puede suponer que tal estado de disipación pide un correctivo, ese pensamiento judeocristiano lo va a encarnar Medardus, un ermitaño que vive en una montaña y recibe la misión de bajar a predicar y lanzar anatemas contra la pecadora urbe.
Aquí es donde Fritz le tuerce el cuello al mito y como un rayo se da una irresistible atracción entre el enviado de Dios y la reina del Amor. También Medardus caerá rendido al dios de Julia. Verla es amarla, y ni el más justo de los hombres puede decir que está a salvo de la pasión y aún menos de la belleza. Como sacudirse una pelusa de encima, Julia se deshará de Lorenzo para recibir en su lecho a Medardus. Pero antes Julia se pierde durante una partida de caza y llega a la cueva del anacoreta. Muy impresionante es el momento en que el religioso la arrastra a mirar los infiernos para que se atenga a lo que le espera de continuar en su depravación. Como en un pasaje del Inferno de Dante vemos un río de cuerpos humanos pasar a los pies de Medardus y Julia, y aunque se notan los efectos especiales de la época no deja de ser una visión del averno. Pero ya es muy tarde, Medardus prevarica a sabiendas y se convierte en el señor de Florencia.
Comienzan a llegar los rumores de que ahí viene la peste. Y entonces sí, como en el cuento de Poe, Julia se sitia con sus placeres en el palacio a esperar que pase la plaga. Como corresponde a su origen, en medio de tanto refocile Medardus se arrepiente y piensa que para acabar con el descarrío de Florencia buscará una puerta para que entre la peste. En ese siglo sí hubo pandemias, pero a final de cuentas no es Dios quien envía la enfermedad a Florencia sino la misma naturaleza, que no soporta los excesos. Aquí estamos hablando de hybris, no de pecado.
Aunque es muy larga para ser una película muda en ningún momento decae su esplendor; los perfectos escenarios, la exuberancia de los decorados y, sobre todo, la belleza de los intérpretes se conjugan con un profuso trabajo escénico, hay presencia actoral, no son caricaturas. Julia y Lorenzo son gente de otra época, cuando los mortales veían a los dioses y la carne no se dejaba arredrar por un crucificado. A más de cien años de la realización de La peste en Florencia, y después de su restauración por la Fundación Murnau (2014) y su nuevo sound track, no cabe abrigar dudas de que la multitud de seres humanos que aparecen en esta peli, incluidos muchos niños pequeños, al día de hoy están muertos.